Llega
un momento en la vida de uno que más que descubrir cosas nuevas en la realidad
presente es la memoria quien nos surte de tales sorpresas. Hacía siglos que
andaba perdido por ahí, por el trastero en que se ha convertido mi vivienda, el libro cuya portada reproduzco aquí. Se
trata de un volumen de una editorial valenciana, creo, desaparecida, que recoge una amplia selección de mitos
griegos, franceses y germánicos pertenecientes a la época clásica y medieval.
Lo compró mi padre en alguna librería de Alicante, lo trajo a casa y se lo
regaló a mi hermano Fernando por su santo o cumpleaños. Esto ocurrió en el año
1973. Con este libro descubrí ese continente imaginario y crucial en la
historia de la cultura y del mundo simbólico que son los grandes mitos.
Recuerdo que con diez años lo leía con pasión, fascinado con las historias del
Minotauro, Narciso, Jasón o Beowulf. Pero no fueron sólo las historias
fantásticas en sí lo que me produjeron tan intensa impresión: los dibujos que
acompañaban a las narraciones ofrecían un extraño aspecto, entre moderno y
arcaico, picassiano diría, que convergía espléndidamente con el carácter
insólito y remoto de lo que el libro contaba.
Habiendo
dado por una casualidad con el libro, y teniendo frescas, todavía, las historias
mitológicas en la memoria, pensé que ahora, con la presencia de internet,
podría al fin descubrir la identidad de los ilustradores, cosa que siempre me
había intrigado.
Apenas
colocados los nombres de los dibujantes, Alice y Martin Provensen, el buscador
internético, con la rapidez del rayo puso ante mis ojos, por fin, después de
casi cincuenta años, los rostros de los artistas gráficos: un matrimonio de
dibujantes norteamericanos que se habían dedicado a ilustrar libros infantiles.
Las
sensaciones al descubrir los rostros de los ilustradores fueron extrañas: por
un lado de satisfacción, pero por otro, curiosamente, de decepción: para mi
imaginación tan fascinantes ilustraciones no tenían autoría, eran anónimas como
lo eran los propios mitos que ilustraban. La lectura había funcionado tan bien,
había integrado de tal manera el mundo narrativo, imagen y texto, que la
presencia de Alice y Martin Provensen era cuasi una molestia, un rebajamiento
del misterio. Aquellas imágenes no podían haber sido creadas por una simple
pareja de superficiales norteamericanos, sino que emergían por sí solas de los
episodios de que constaban los mitos antologados. Aquel hieratismo, aquellas
expresiones alucinadas y geométricas de las figuras, más próximas a la máscara, evolucionaban en
mi mente por escenarios fantásticos, en sucesos extraordinarios.
De aquí, - me di cuenta - , se desprendía un signo, una consideración: nadie que haya sido en la historia, carece de rostro: cualquier sujeto, por muy huidizo que parezca, por muy remoto que se nos presente a la memoria, aunque haya desaparecido hace mucho tiempo o no tengamos noticias de él, se encuentra en algún punto del espacio y del tiempo, y tarde o temprano, daremos con él. Nadie nos puede ser definitivamente extraño porque cualquier suceso o actividad tienen detrás a un hombre o a una mujer que son su causa, es decir: un rostro humano.
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