sábado, 29 de mayo de 2021

ALICE Y MARTIN PROVENSEN AL CABO DE LOS MITOS Y EL TIEMPO



Llega un momento en la vida de uno que más que descubrir cosas nuevas en la realidad presente es la memoria quien nos surte de tales sorpresas. Hacía siglos que andaba perdido por ahí, por el trastero en que se ha convertido mi vivienda,  el libro cuya portada reproduzco aquí. Se trata de un volumen de una editorial valenciana, creo, desaparecida,  que recoge una amplia selección de mitos griegos, franceses y germánicos pertenecientes a la época clásica y medieval. Lo compró mi padre en alguna librería de Alicante, lo trajo a casa y se lo regaló a mi hermano Fernando por su santo o cumpleaños. Esto ocurrió en el año 1973. Con este libro descubrí ese continente imaginario y crucial en la historia de la cultura y del mundo simbólico que son los grandes mitos. Recuerdo que con diez años lo leía con pasión, fascinado con las historias del Minotauro, Narciso, Jasón o Beowulf. Pero no fueron sólo las historias fantásticas en sí lo que me produjeron tan intensa impresión: los dibujos que acompañaban a las narraciones ofrecían un extraño aspecto, entre moderno y arcaico, picassiano diría, que convergía espléndidamente con el carácter insólito y remoto de lo que el libro contaba.

Habiendo dado por una casualidad con el libro, y teniendo frescas, todavía, las historias mitológicas en la memoria, pensé que ahora, con la presencia de internet, podría al fin descubrir la identidad de los ilustradores, cosa que siempre me había intrigado.

Apenas colocados los nombres de los dibujantes, Alice y Martin Provensen, el buscador internético, con la rapidez del rayo puso ante mis ojos, por fin, después de casi cincuenta años, los rostros de los artistas gráficos: un matrimonio de dibujantes norteamericanos que se habían dedicado a ilustrar libros infantiles.

Las sensaciones al descubrir los rostros de los ilustradores fueron extrañas: por un lado de satisfacción, pero por otro, curiosamente, de decepción: para mi imaginación tan fascinantes ilustraciones no tenían autoría, eran anónimas como lo eran los propios mitos que ilustraban. La lectura había funcionado tan bien, había integrado de tal manera el mundo narrativo, imagen y texto, que la presencia de Alice y Martin Provensen era cuasi una molestia, un rebajamiento del misterio. Aquellas imágenes no podían haber sido creadas por una simple pareja de superficiales norteamericanos, sino que emergían por sí solas de los episodios de que constaban los mitos antologados. Aquel hieratismo, aquellas expresiones alucinadas y geométricas de las figuras,  más próximas a la máscara, evolucionaban en mi mente por escenarios fantásticos, en sucesos extraordinarios.

De aquí,  - me di cuenta - , se desprendía un signo, una consideración: nadie que haya sido en la historia, carece de rostro: cualquier sujeto, por muy huidizo que parezca, por muy remoto que se nos presente a la memoria, aunque haya desaparecido hace mucho tiempo o no tengamos noticias de él, se encuentra en algún punto del espacio y del tiempo, y tarde o temprano, daremos con él. Nadie nos puede ser definitivamente extraño porque cualquier suceso o actividad tienen detrás a un hombre o a una mujer que son su causa, es decir: un rostro humano.        







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