La saturación ideológica nos
sale ya hasta por las orejas. Este gobierno metió las narices en donde no tenía
que haber rozado ni un ápice: Radio Clásica.
Dicha saturación fluye tan obscena y abundantemente, que un locutor dice la siguiente majadería sin inmutarse: hay que alegrase de un estudio que se ha hecho sobre los cantos de
los gorriones, pues ahora al centrarse en el de las gorrionas, será inclusivo.
O sea, que las pobres gorrionas estaban siendo marginadas. Después de la
indignación por el mensajito y la sorpresa por la estupidez inconsciente del
locutor, he estallado en carcajadas ante lo absurdo del tema.
Me está ocurriendo ahora que estoy volviendo a encontrarme con el mundo norteamericano, con el Sueño
Americano que se manifestaba en todas aquellas películas de los sesenta y los
setenta que vi de pequeño y de joven y que alimentaron tan vivazmente mi
imaginario, pero ahora, en esta ocasión, a través de la literatura. Jhon Cheever, Hunter Thompson o Sam Sephard
son autores que hasta hace bien poco no conocía de nada y cuyas obras suponen
en este momento como un nuevo visionamiento de ese imaginario que dependía sobre
todo de la representación fílmica. La otra noche, teniendo en cuenta el número
de escritores norteamericanos que estoy frecuentando y la importante novedad
que todo ello está suponiendo en mí, tengo un sueño vinculado con el tema:
estoy sentado y una energía extraordinaria brota a mi lado, agitándose
enloquecidamente, pegada a la silla. Es como una especie de fuente de energía
eléctrica que esté expulsando chisporroteos. Esta energía que se agita formando
hilachos de luz a media altura es tan potente que mantiene en pie el matamoscas
que tengo en mi habitación. Alguien se acerca y yo le invito a que constate la
potencia de esta fuente de fuerza.
Acabo de escuchar por la radio
el réquiem opus 48 de Gabriel Fauré que se interpretó en un concierto celebrado recientemente en la
ciudad de Gante. La música tenía pasajes que me han parecido una delicia. En la
emisión, la gente aplaudía a rabiar y se escuchaban algunos bravos. Todo ese
público tan entusiasta como yo ante la música que acababan de interpretar, ¿podría
considerarlo mi hermano, si me ocurriera algo en Bélgica que me hiciera
solicitar su ayuda? Es decir, si algo atraviesa de tal manera las almas y las
sensibilidades y por ello nos coloca en un espacio de reacción íntima tan
semejante, ¿podría hacer tal cosa que, encontrándome casualmente, perdido en
territorio belga, confiaran plenamente en mí y me echaran una mano? Si nada de
esto ocurriera y yo siguiera siendo un extraño para ellos por no estar en el
concierto y ser uno más del montón del público, pensaría que el hombre, que no
el arte, es un bluf y que nunca deja de usar máscara.
Leyendo el estupendo diario de
Ángel Crespo que Seix Barral publicó en 1999, Los
trabajos del espíritu, percibo con una sorda fascinación el tiempo que ha sido, las innumerables cosas interesantes que ya ocurrieron
hace décadas. Ante lo que actualmente se vive, es como un abismo anterior y que
no deja de aludir, de insinuar el abismo
del futuro. Y lo que sospecho como una secreta revelación
es que ambos confines, ambos abismos convergen o mejor, terminan por conformar
un continuum que es la historia de la eternidad.
Le echo un vistazo a la
película Orfeo negro mientras leo algo. La película es de 1959 y
compruebo lo bien que se ve, la nitidez de la fotografía. Yo nací en 1963. Fijándome
en los objetos que hay en las escenas y sobre todo en las reacciones de los
personajes pienso que antes de existir yo, la gente bailaba, se reía, saltaba,
sufría. Decirlo parece una obviedad sin misterio, pero hay que saber captar lo
que pretendo exponer: antes de mi existencia, la gente era tan vulnerable como
ahora al azar, a la fragilidad e imprevisibilidad de las cosas. Al verlo se establece una súbita y
sorpresiva conexión entre el pasado, aunque sea reciente, con la actualidad,
con la realidad de ahora mismo.
El estado poético es una
suerte de contemplación activa.
El saber la verdad o es una pretensión
llena de pedantería o un mero énfasis. Lo que debiera interesarnos es el color,
la textura, la intensidad de los momentos vividos, la bendición secreta de las
nuevas oportunidades, la felicidad con los otros.
No paro de constatar en todos
los ámbitos y aspectos aquello del refrán o del dicho: todo va a menos, salvo quizá, en mi caso, en lo que respecta al
entusiasmo por saber y el placer estético.
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