Qué sensación más extraña producen estos monitores de
televisión destrozados o funcionando apenas todavía, que recogen estas fotos
sesenteras y setenteras. No es que un objeto altamente tecnológico por estar
tirado en la calle nos apene de algún modo o nos produzca cierta estupefacción
o asombro: es que al estar desprendido de su contexto doméstico, la utilidad,
los rasgos civilizatorios asociados a él, estallan y desaparecen y sumen al
aparato en la desolación más estricta. Si apenas funciona o, simplemente, no lo
hace, la fulguración inexistente de la pantalla convierte al notable electrodoméstico
en un espectro, en un fantoche tecnológico, es decir, en un cacharro.
En las casas, funcionando en el centro del salón era el
punto de atracción de todo el hogar, expulsaba por su pantalla luz, rostros,
cuerpos, paisajes, músicas, océanos. Tirado en medio de la calle esa pantalla
implosiona lúgubremente, sin remedio y sin gracia, es una ruina moderna. Ya sólo
emite sombra muerta que encima no sale despedida de la pantalla sino que rebosa
por los bordes entrando dentro de un modo incesante.
No obstante, si todavía le queda vida, y emite alguna imagen
en el espacio descontextualizado de la calle, aun es capaz de plantarle cara al
entorno y ofrecer su realidad paralela, su pequeño universo virtual ante la
amplitud total de la realidad que le rodea. Aunque un televisor funcionando en
la calle lo que hace es reclamar por piedad algo de atención, el aire fantasmático
de las imágenes que desprende se diluirá en la espaciosidad que lo ha incluido
en el paisaje urbano como elemento surrealista de atrezo.
Las pantallas hipnotizan. Al ver una tele hecha polvo en
medio de la calle lo que uno piensa es en la posibilidad aplastada de un mundo
que se podía haber asomado por allí. Ahora es sólo un agujero y el mundo que
quería asomarse hacia nosotros, está definitivamente muerto, reposando en el
lecho mohoso de ese pozo cuadrangular, es decir, en ningún sitio.
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