¿La materia de los días? A estas alturas la materia de los
días no puede ser sino la constatación de que el tiempo se nos escapa y que huye
como arena entre los dedos- ahora caigo que es la misma imagen que utiliza Chantal Maillard en sus diarios para referirse casi a lo mismo - ; de que
las personas van desapareciendo-falleciendo y yo no acabo de hacerme sino torpe
y penoso dueño de eso que es lo único de lo que se puede disfrutar y dar
testimonio: el instante. Y lo característico del instante es no sentir el
tiempo. Lo vivido en el instante se convierte en recuerdo frondoso aunque haya
durado eso, un instante.
La muerte es tan opaca, se puede decir tan poco, en realidad,
de ella, como afirmaba Wittgenstein,
que dan ganas de olvidar todo intento de elaborar una definición
satisfactoria y dejarte llevar por el
ruido diario que hacen las personas y las cosas. Llegar, incluso, a emborracharse tal y como aconsejaba
Baudelaire, embriagarse de vicio o
virtud con tal de no volver a pensar inútilmente en la gente que ya no está y que
definitivamente no va a estar. Pero confieso que esa desaparición súbita de la
persona tras la muerte, esa literal fulminación de la persona, de lo que
sentía, de lo que juzgaba, de lo que opinaba, de su humor, me fascina, me hunde
en una estupefacción total. La pregunta no sé si llega a ser insidiosa o
simplemente ridícula: ¿dónde están los muertos? A dónde va lo que han sentido y
amado, a dónde. Pregunto, irremediablemente por un espacio, por un maldito
lugar en el que discernir un mínimo movimiento o significación de este no ser,
de este desaparecer.
Hubo épocas en mi vida en que nos atrevíamos a filosofar,
antes había gente a mi alrededor que cuestionaba las cosas, que no tenía
vergüenza a ser audaz, épocas en que la poesía y cierto talante brillantemente
especulativo flotaba en el ambiente. Antes éramos más bohemios. Ahora, apenas
formulamos con timidez lo que antes exponíamos con placer al examen
intelectivo. Antes éramos con más normalidad, “otros”. Ahora ese otros
se ha encarnado en los inmigrantes o en aventuras vitales que se nos pretende
vender a través de películas, de análisis sociales. Las prácticas sociales
actuales nos han vuelto normales.
Una percepción confusa, medianamente lúcida de lo que
ocurre: ésa es la mejor manera de ir comprendiéndolo todo.
Visito una librería y me encuentro con docenas de libros de poesía de perfectos
desconocidos (para mí, que no dejo de leer y comprar libros). Muchos son
jóvenes y otro porcentaje son escritores de Hispanoamérica, que son los que más confianza me dan con respecto a
su calidad literaria. Compruebo a través de las redes que los latinoamericanos
son insólitamente corteses con el lenguaje y ofrecen giros coloquiales
admirables, infrecuentes por aquí, en España. Ante tanta oferta poetiforme,
tengo la sensación de que la poesía se camufla bajo las palabras. Parece que
entre todos estos poetas cunde la indistinción estilística, es decir, que no se
vislumbra ninguna personalidad verdaderamente interesante. Hoy a los poetas y a
los escritores les toca gestionar el inmenso y complejo legado que ha dejado la
densa pléyade de artistas de la palabra y del pensamiento que fueron vanguardia
y abrieron caminos sorprendentes en la literatura de las últimas décadas. Desde
luego, caminos para la experimentación, bueno, todavía los hay pero no son
quizá lo prioritario. Aunque, me parece que
esto, bien
pensado supone o levanta un falso debate. Toda buena experiencia puede
revestirse del ropaje del experimento o provocar la sorpresa que produce la creatividad
de un buen experimento: algunos yutubers son inventivos y francos en lo que
hacen. Las redes han creado una dimensión nueva de la comunicación. No sé hasta
qué punto la poesía puede asomarse ahí o emerger del ámbito que estas
herramientas suponen.
Esa suerte de exquisita ironía con que la razón expone a través
de una contundente lucidez las degradaciones en el comportamiento humano:
informes sobre asesinos, torturadores, terroristas….
No creo que la poesía
esté en crisis ni que esté pasando ningún mal momento, ni ninguna de esas
tonterías que se dicen aplicadas a la narrativa o cualquier otra cosa o moda. Si
no hay una poesía clara y divergente del resto monocorde de la producción es
porque la vida o la realidad no ofrecen esta semana, este mes, este año, esta
década algo verdaderamente preciso y sustantivo, algo propio que por su
cumplimiento más o menos secreto ya se ha definido a sí mismo. Las cosas suceden.
Tiempo después nos damos cuenta de lo que
ha cambiado, de lo que hemos rechazado y aceptado sin darnos cuenta de ello en
ese momento.
La realidad es una fuente continua de signos, de misterio.
El poeta debe estimular una voluntad de semiólogo, de buscador de
significaciones, mensajes, mundos, señales. En el hatillo de sus
peregrinaciones debe ir anotando, guardando todo ese rastro sutil que el fluir
de los días y nuestra lectura de los mismos va produciendo.
La promiscuidad humana en las redes. Además, determinados
lugares de internet como emplazamientos simbólicos del infierno, del limbo…
Lo que me mata de desesperación, lo que no puedo confesar y ni de lo que me puedo quejar a otros: la reducción a fantasma, la atomización a que va quedando reducido ese amor que se extravió en la juventud y que ya no se ha vuelto a dar. La solución, entonces, a mi fantasmidad: volver a enamorarme. Pero, de quién, y en dónde encontrar a ese alguien, y cómo, en qué contexto, bajo qué circunstancia, yo que huyo de todo contacto, que mi vida social se ha reducido a las palabras que intercambio con la cajera del Mercadona. No hay más. Y el orgullo me blinda ante toda tentación. Y la susceptibilidad me encierra más en mí mismo.
Sé lo que es estar fuera de la vida. Estas navidades, las
fiestas han sido agónicas. En la nochevieja me ardía el cerebro en espectralidades,
en deseos antiguos jamás satisfechos. La única esperanza es que ante la amarga
indefensión en que me deja la soledad, basta un día de sol, un amanecer para
que todo lo no poseído experimente un renacimiento y uno regrese al mundo de la
posibilidad. Este, a pesar de las historias y neurosis en que uno se entierra,
está siempre abierto, el contacto y la comunicación con los otros resulta
enriquecedor y el estímulo gira en torno si se sabe propiciarlo. Pero es dulce
sufrir, desaparecer entre visillos de bruma, sumirte en la algodonosa nada, lo
confieso.
Esta nochevieja,
hacia las cuatro de la madrugada, cuando regresé a casa, apenas dar dos pasos
dentro y encontrarme con la soledad de siempre que me esperaba, tuve una suerte
de visión interior. La sensación no era triste del todo: se presentaba como una
suerte de excitación agridulce. Me vino a la cabeza el recuerdo de todas las
personas de mi familia que han fallecido en los últimos años, mezclado todo
ello con la música y el ruido del ambiente.
Embriagado por el efecto antitético de ambas cosas, como si mezclara lo frío con lo caliente en un
coctel denso, no es que entendiera la muerte, sino que vi equilibrado aquello a
lo que se refiere la frase que nos suelen decir junto al pésame: es ley de vida. Vi a los muertos y a los vivos integrando sus
respectivos espacios, unos sumidos en el silencio absoluto, otros, en el
estallido y el ruido del festejo de la vida. Y vi que esta imagen suponía,
representaba un orden ineludible, indiscutible, aunque con una variación en
cuanto a lo consecuente: a los vivos les compete continuar viviendo y luchando
por el mejoramiento de las condiciones de ese vivir, mientras que los muertos
emprenden un viaje de evolución y destino, absolutamente ignotos. Los vivos
tienen una misión ahora que desempeñar y llevar a buen término para el bien de
todos. De los muertos, nos queda el tembloroso testimonio en el recuerdo de cómo
fueron y de lo que hicieron, de su vinculación sentimental con nosotros, y todo
eso constituye la materia que nos ayuda a dilucidar un fin, un destino moral al
universo.
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