miércoles, 18 de enero de 2023

DIARIOS. DECIR Y MOSTRAR.




¿La materia de los días? A estas alturas la materia de los días no puede ser sino la constatación de que el tiempo se nos escapa y que huye como arena entre los dedos- ahora caigo que es la misma imagen que utiliza Chantal Maillard en sus diarios para referirse casi a lo mismo - ; de que las personas van desapareciendo-falleciendo y yo no acabo de hacerme sino torpe y penoso dueño de eso que es lo único de lo que se puede disfrutar y dar testimonio: el instante. Y lo característico del instante es no sentir el tiempo. Lo vivido en el instante se convierte en recuerdo frondoso aunque haya durado eso, un instante.

 

 

La muerte es tan opaca, se puede decir tan poco, en realidad, de ella, como afirmaba Wittgenstein, que dan ganas de olvidar todo intento de elaborar una definición satisfactoria  y dejarte llevar por el ruido diario que hacen las personas y las cosas.  Llegar, incluso, a emborracharse tal y como aconsejaba Baudelaire, embriagarse de vicio o virtud con tal de no volver a pensar inútilmente en la gente que ya no está y que definitivamente no va a estar. Pero confieso que esa desaparición súbita de la persona tras la muerte, esa literal fulminación de la persona, de lo que sentía, de lo que juzgaba, de lo que opinaba, de su humor, me fascina, me hunde en una estupefacción total. La pregunta no sé si llega a ser insidiosa o simplemente ridícula: ¿dónde están los muertos? A dónde va lo que han sentido y amado, a dónde. Pregunto, irremediablemente por un espacio, por un maldito lugar en el que discernir un mínimo movimiento o significación de este no ser, de este desaparecer.

 


Hubo épocas en mi vida en que nos atrevíamos a filosofar, antes había gente a mi alrededor que cuestionaba las cosas, que no tenía vergüenza a ser audaz, épocas en que la poesía y cierto talante brillantemente especulativo flotaba en el ambiente. Antes éramos más bohemios. Ahora, apenas formulamos con timidez lo que antes exponíamos con placer al examen intelectivo. Antes éramos con más normalidad, “otros”. Ahora ese otros se ha encarnado en los inmigrantes o en aventuras vitales que se nos pretende vender a través de películas, de análisis sociales. Las prácticas sociales actuales nos han vuelto normales.

 

 

Una percepción confusa, medianamente lúcida de lo que ocurre: ésa es la mejor manera de ir comprendiéndolo todo.

 



Visito una librería y me encuentro con docenas de libros de poesía de perfectos desconocidos (para mí, que no dejo de leer y comprar libros). Muchos son jóvenes y otro porcentaje son escritores de Hispanoamérica, que son los que más confianza me dan con respecto a su calidad literaria. Compruebo a través de las redes que los latinoamericanos son insólitamente corteses con el lenguaje y ofrecen giros coloquiales admirables, infrecuentes por aquí, en España. Ante tanta oferta poetiforme, tengo la sensación de que la poesía se camufla bajo las palabras. Parece que entre todos estos poetas cunde la indistinción estilística, es decir, que no se vislumbra ninguna personalidad verdaderamente interesante. Hoy a los poetas y a los escritores les toca gestionar el inmenso y complejo legado que ha dejado la densa pléyade de artistas de la palabra y del pensamiento que fueron vanguardia y abrieron caminos sorprendentes en la literatura de las últimas décadas. Desde luego, caminos para la experimentación, bueno, todavía los hay pero no son quizá lo prioritario. Aunque, me parece que esto, bien pensado supone o levanta un falso debate. Toda buena experiencia puede revestirse del ropaje del experimento o provocar la sorpresa que produce la creatividad de un buen experimento: algunos yutubers son inventivos y francos en lo que hacen. Las redes han creado una dimensión nueva de la comunicación. No sé hasta qué punto la poesía puede asomarse ahí o emerger del ámbito que estas herramientas suponen.

 


Esa suerte de exquisita ironía con que la razón expone a través de una contundente lucidez las degradaciones en el comportamiento humano: informes sobre asesinos, torturadores, terroristas….

 


 

No creo que la poesía esté en crisis ni que esté pasando ningún mal momento, ni ninguna de esas tonterías que se dicen aplicadas a la narrativa o cualquier otra cosa o moda. Si no hay una poesía clara y divergente del resto monocorde de la producción es porque la vida o la realidad no ofrecen esta semana, este mes, este año, esta década algo verdaderamente preciso y sustantivo, algo propio que por su cumplimiento más o menos secreto ya se ha definido a sí mismo. Las cosas suceden. Tiempo después  nos damos cuenta de lo que ha cambiado, de lo que hemos rechazado y aceptado sin darnos cuenta de ello en ese momento.

 



La realidad es una fuente continua de signos, de misterio. El poeta debe estimular una voluntad de semiólogo, de buscador de significaciones, mensajes, mundos, señales. En el hatillo de sus peregrinaciones debe ir anotando, guardando todo ese rastro sutil que el fluir de los días y nuestra lectura de los mismos va produciendo.

 

 

La promiscuidad humana en las redes. Además, determinados lugares de internet como emplazamientos simbólicos del infierno, del limbo…

 


Lo que me mata de desesperación, lo que no puedo confesar y ni de lo que me puedo quejar a otros: la reducción a fantasma, la atomización a que va quedando reducido ese amor que se extravió en la juventud y que ya no se ha vuelto a dar. La solución, entonces, a mi fantasmidad: volver a enamorarme. Pero, de quién, y en dónde encontrar a ese alguien, y cómo, en qué contexto, bajo qué circunstancia, yo que huyo de todo contacto, que mi vida social se ha reducido a las palabras que intercambio con la cajera del Mercadona. No hay más. Y el orgullo me blinda ante toda tentación. Y la susceptibilidad me encierra más en mí mismo. 

 

 

Sé lo que es estar fuera de la vida. Estas navidades, las fiestas han sido agónicas. En la nochevieja me ardía el cerebro en espectralidades, en deseos antiguos jamás satisfechos. La única esperanza es que ante la amarga indefensión en que me deja la soledad, basta un día de sol, un amanecer para que todo lo no poseído experimente un renacimiento y uno regrese al mundo de la posibilidad. Este, a pesar de las historias y neurosis en que uno se entierra, está siempre abierto, el contacto y la comunicación con los otros resulta enriquecedor y el estímulo gira en torno si se sabe propiciarlo. Pero es dulce sufrir, desaparecer entre visillos de bruma, sumirte en la algodonosa nada, lo confieso.

 


Esta nochevieja, hacia las cuatro de la madrugada, cuando regresé a casa, apenas dar dos pasos dentro y encontrarme con la soledad de siempre que me esperaba, tuve una suerte de visión interior. La sensación no era triste del todo: se presentaba como una suerte de excitación agridulce. Me vino a la cabeza el recuerdo de todas las personas de mi familia que han fallecido en los últimos años, mezclado todo ello con la música y el ruido del ambiente.

Embriagado por el efecto antitético de ambas cosas,  como si mezclara lo frío con lo caliente en un coctel denso, no es que entendiera la muerte, sino que vi equilibrado aquello a lo que se refiere la frase que nos suelen decir  junto al pésame: es ley de vida. Vi a los muertos y a los vivos integrando sus respectivos espacios, unos sumidos en el silencio absoluto, otros, en el estallido y el ruido del festejo de la vida. Y vi que esta imagen suponía, representaba un orden ineludible, indiscutible, aunque con una variación en cuanto a lo consecuente: a los vivos les compete continuar viviendo y luchando por el mejoramiento de las condiciones de ese vivir, mientras que los muertos emprenden un viaje de evolución y destino, absolutamente ignotos. Los vivos tienen una misión ahora que desempeñar y llevar a buen término para el bien de todos. De los muertos, nos queda el tembloroso testimonio en el recuerdo de cómo fueron y de lo que hicieron, de su vinculación sentimental con nosotros, y todo eso constituye la materia que nos ayuda a dilucidar un fin, un destino moral al universo.    

 


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