Escribir
no es sólo una pasión o una profesión, también podría conceptuarse como la más
inteligente terapia, como la medida más eficaz para conjurar los propios
fantasmas.
Y
si esa escritura lo es de poesía, la elección añade belleza y harmonía a ese
deseo de autorepresentarse en un texto.
Destaco este carácter específico de la escritura poética porque ante la figura de Francisco Blas, Paco Blas para los amigos, me veo en la necesidad de subrayar la idoneidad de tal elección y el papel especial que posee.
La
circunstancia específica que el autor vive - una dolencia particular - halla en
la expresión poética no sólo un lenitivo extraordinario a tal circunstancia sino que rescata para
nosotros su imaginario que se nos ofrece a través de poemas generalmente breves
y absolutamente francos.
Todo
poema viene a ser una confidencia, y, como todo autor, Paco Blas se confiesa en
sus textos, pero su confesión es singularmente crucial para elevar su
conocimiento de sí y distanciarse de la mortal indiferencia que supondría no reaccionar
creativamente ante lo que uno sufre de modo especial.
Observo
la decisión inteligente de Paco de utilizar el lenguaje para “curar” su propia
alma y pienso en amigos comunes que, ante lo irreductible de las circunstancias
que tuvieron que vivir, hicieron lo mismo, elegir la poesía como medio máximo
de expresión. Me viene a la mente, por
ejemplo, el nombre de Jöel Busquets, un poeta francés que
estuvo cuarenta años hemipléjico, sin salir apenas de su habitación y que creó
una de las obras poéticas más singulares del siglo XX en el país vecino.
Todos
estamos heridos de algo o por alguien. Escribir poesía, lo repito, es el modo más brillante de conjurar
tales males y también la forma de mostrar con contundencia una sensibilidad
personal.
Los
tres últimos poemarios de Francisco Blas surgen de un concebir la escritura
como ese método de dominar, describir y expresar la madeja de sueños, deseos y
ansias que es uno en el existir. La libertad del alma, Tragicomedia
y Mujer
componen una tríada temáticamente distinta pero de tono y aspiraciones expresivas
comunes. Es por esto que prefiero referirme a la poesía de Francisco Blas como
eso mismo, como una sola, como una misma materia de invención que no esconde
nada sino que vence todo pudor para exponer sobre la mesa lo que deseó, lo que
desearía y lo que desea, a pesar de las limitaciones que supone considerar la
realidad circundante y la realidad propia.
La
cordialidad de la palabra lo permite y la intencionalidad del poeta viene a ser
una, la de construir una conciencia de su historia anímica gracias a esa
plasticidad maravillosa que presta la escritura poética.
Con
respecto a las incidencias de esa historia interior que Paco Blas repasa en
cada uno de sus poemas, en su poemario, La
libertad del alma, nos hace varias confesiones: no quiero dejar de ser ese niño que fui, nos dice, sabiendo muy
bien la bendición inocente en que vivíamos durante la infancia y recordándonos
que es posible, a través de la memoria y el deseo puro, no perder tal tesoro. Y
reincidiendo en lo dicho y como dándonos esperanzas, afirma: como eterno retorno: el cielo es del niño.
A
través de la musa poética se desgranan los mejores sentimientos. Paco Blas
afirma contundente, con vigorosa nobleza: Sólo
sé que amar es más que un mandamiento.
En
los poemas de Tragicomedia, Paco Blas repasa varias figuras, tanto reales como
ficticias, - Ana Frank, Irene Villa,
Serlock Holmes - y de nuevo aparece la salvífica alusión a la infancia,
incluso a la adolescencia como objetivo del alma que se deshace de las miserias
del presente: anclada en el pasado tengo una
imagen de mí completamente feliz, allí quiero llegar desde este presente
naufragado.
Y
quizá el poeta nos recuerda que esa es la íntima meta a conseguir por todos
pues el presente se estanca en la desesperanza y la imaginación debe reaccionar:
como herencia un descolonizado paraíso, nos dice, especificando los términos de la realidad en que se vive.
En
el trabajo poético Mujer, la
actualización del alma deseante nos habla de los amores que fueron, de los
posibles y de los imposibles, y además del melancólico recuerdo de lo que fue
la adolescencia, nos brinda un deseo de recuperar lo que de bella locura supuso
aquella época sentimental y vital en el emotivo poema Escapemos de la ciudad,
que cierra el libro: pronto amanecerá y
moriremos. Arde la ciudad en la noche… Creemos un hogar bohemio donde el amor
es libertad volviendo a ser adolescentes.
Aunque
las adversidades propias y ajenas supongan un límite al vivir y el tiempo
parezca funcionar en contra, a través del canto del poeta la llama de la esperanza
surge y nos interpela con precisión luminosa. En Amanece, dice: la vida te
espera, puedes ofrecer mucho, eres un centinela: la muerte no existe.
La
muerte no existe, nos dice, ni más ni menos, el poeta, pero es que en estos
extraños tiempos de involuciones y de confusiones programadas, quizá sólo sea un
poeta quien se atreva, bellamente, a decir tal cosa.
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