JUEVES,
DÍA 10.
Inicio este diario como
un pequeño experimento (de nuevo), como una forma de registro escueto y preciso
de lo que el tiempo lleva y se lleva, este
tiempo insufrible de verano, para
comprobar cómo la escritura constituye un continum y aunque durante semanas o
meses no se haya escrito, corroborar que se puede recuperar toda vivencia, todo
el tiempo que se sucede, en un solo instante de emprendimiento verbal.
El calor nos pone a
prueba a todos. No es que haga más o menos calor sino que la temperatura tan
alta es de este modo todos los días, no dejando aliento a nadie. Es un asedio. Tampoco
se trata de una cuestión cuantitativa, es decir, de que haga mucho o poco
calor, sino de cómo afecta a cada uno. A mí me destruye, me ahoga. Soy un
Piscis rotundo aquí. Mi elemento es el agua. El calor es caos, incomodidad continua,
dilatación y deformación de los átomos.
Pero hay que confesar
que este estar envuelto en la pegajosidad del sudor tiene su componente
masoquista, es decir, la incomodidad extrema que roza el dolor implica sus
compensaciones secretas: la ducha al final de la jornada, pasear desnudo por la
casa, sumirte en la resurrección del frescor del agua, abandonarse a ratos de sensorialidad
pura.
Mi hermano me ha traído
esta tarde un libro de John Asbery. Nos hemos comunicado por teléfono y
esperaba que regresara con la ilusión de un crío. Conozco mal la obra de este poeta,
pero ya hay elementos que me parecen interesantes: ser norteamericano y haber
escrito de lo mejor de su obra en las décadas de los sesenta, los setenta, etc... Todo libro de poesía, todo libro, en general,
lo recibo hoy como un fragmento de luz
perenne, como un conjunto fulgurante de propuestas audaces que conforman un
mundo determinado. Todo libro es una propuesta de mundos, supone un itinerario alternativo
a lo que se conoce. En lo que escribimos se renueva nuestro mensaje, la oportunidad
de interprertar la realidad de un modo distinto.
Deambulo por casa en la
madrugada. Tras ir de allá para aquí, como disfrutando de las variaciones
espaciales de un solo lugar, extraña sensación de bienestar, es decir, de
estar. Pero la soledad es tan vasta que temo que en cualquier momento pueda yo desaparecer
sin acontecimiento.
En esta espesa articulación
interior, es decir, inarticulación, en suma, de espacio, tiempo y memoria en la
que se ha encallado mi vida, pienso en la muerte todos los días, pienso en los
que sea han ido, en mi madre, en mi padre, en tías y tíos, en amigos y otros
familiares que ya, insólitamente, no existen, en los felices días de aquellas
épocas de los sesenta y setenta y no puedo sino fascinarme con la percepción de
que la vida se sume en la literatura al ser evocada y de que todo esto es como un sueño imposible.
El otro día conocí un par de personajes nuevos: la actriz Ada Menken, y el pintor y poeta Filipo de Pisis. La primera andurreó con atrevimiento y coraje por pleno romanticismo, fue gerentófila amante del orondo Alejandro Dumas y falleció en un remoto y blando 1886, me parece, tras haber sido modelo de pintores y haber trabajado en el circo. El otro fue autor de cuadros bastante mediocres y sin garra pero la locura lo visitó en medio de su compañía doméstica de loros y papagayos hacia finales de los cincuenta del siglo XX. Me ilusiona conocer gente nueva del mundo del arte, y más si han pertenecido a épocas o momentos importantes del mismo. Lo que admiro en ellos, de modo especial aquí, en Ada Menken, ese esa apasionada forma de entregarse y vivir la vida, encarnarla sin remilgos. El que un artista en cualquier franja de la existencia o de la historia de los símbolos se haya mezclado con lucidez, alegría y pasión con la vida, es lo más óptimo y mejor que han podido hacer, llenándonos de ilusión y estímulos a nosotros, que los observamos desde nuestra tranquila y privilegiada plataforma de medios.
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